Tumbas Ming (por Jorge Sánchez)
La visita a las tumbas de la Dinastía Ming a una cincuentena de kilómetros de Beijing, me salió «gratis», o al precio de dos por una. El día anterior había comprado frente a la estación ferroviaria una excursión a la Gran Muralla China, en Badaling, junto a varias docenas de turistas chinos y algún europeo que otro. Nos llevaron allí en autobús y durante unas pocas horas me paseé por entre la muralla y sus torreones. Me sentí muy satisfecho; aquello era extraordinario.
Creí que tras ello nos devolverían a la estación de trenes. Pero no. El granuja del guía, en complicidad con el conductor del autobús, nos llevó a unas tiendas a ver si nos «colocaban» algún suvenir, para así ellos recibir su comisión sobre las compras. Y luego nos dieron una hora de tiempo libre para visitar por nuestra cuenta mausoleos, pabellones y unas estatuas de mármol representando elefantes, tortugas, camellos, y animales imaginarios, más efigies de personajes de aspecto circunspecto que por falta de letreros explicativos no averigüé de quienes se trataba.
No iba preparado para esa segunda visita inesperada, ni sabía qué emperadores estaban allí enterrados. Lo averigüé al entrar en la necrópolis imperial donde se hallaba la tumba de alrededor de una docena de emperadores con sus esposas de la Dinastía Ming, según indicaban los letreros. La tumba principal albergaba los restos mortales del emperador Yongle, el que comisionó los siete viajes por mar del eunuco Zheng He, que alcanzó las costas orientales de África y, según un estudioso de sus viajes, un marino británico retirado (Gavin Menzies), también navegó a América en el año 1421, por lo que, de ser esto cierto, se habría adelantado a Cristóbal Colón. Esa Dinastía Ming duró casi 300 años (desde mediados del XIV a mediados del XVII). Fue la penúltima, pues tras ella los manchúes establecerían la Dinastía Qing, de la cual Puyi (el personaje de la película «El último emperador» de Bernardo Bertolucci) sería el último emperador de todas las dinastías en la historia de China.
Cuando estuve de regreso en la estación de trenes de Beijing, frotándome las manos de lo contento a más no poder que me sentía por todo cuanto había visto y aprendido, celebré ese día memorable cenando un pato laqueado a la pekinesa en el renombrado restaurante Quanjude, cerca de la plaza de Tiananmén. Todavía conservo en casa el certificado con el número del pato.