Sigiriya (por Jorge Sánchez)
El boleto para visitar Sigiriya era más caro que en otros sitios UNESCO que acababa de visitar (como Anuradhapura y Polonnaruwa) pero lo compré; no iba a quedarme sin subir a la peña por ese motivo. Recuerdo que las garras de león en la entrada parecían sacadas de una película de Indiana Jones.
Sigiriya albergó en un principio un monasterio budista, hasta que en el siglo V un rey erigió en esa roca una fortaleza y a la vez palacio. Ese rey era malvado pues asesinó a su propio padre y le arrebató el trono que por derecho le correspondía a su hermano, el cual viajó a la India a reclutar una tropa para derrotar a su criminal hermano y recuperar el reino. Cuando acompañado de un gran ejército indio llegó a Sigiriya y comenzó la batalla, los soldados que protegían esa roca desertaron y el hermano criminal se suicidó; la ley del karma cumplió su cometido.
Lo que más impresionó de Sigiriya fueron sus frescos con pinturas de doncellas. Leí en un letrero que llegó a haber 500 mozas representadas, y las que han sobrevivido son de un encanto y perfección tal que aprecié el verdadero arte. Mientras admiraba esas obras maravillosas me reía cuando recordaba a muchos de los «artistas» famosos del siglo XX y sus mamarrachadas. Una vez que ascendí a la cima de la roca, a unos 200 metros de altura desde el suelo, vi los restos del antiguo palacio. Desde allí en lo alto las vistas de los jardines vecinos y de la selva en la lejanía eran espectaculares.