Occidente en Oriente
A pesar de que la arquitectura futurista, cuyo mejor ejemplo son esos rascacielos frecuentemente acristalados que parecen dispuestos a hacer cosquillas a la bóveda celeste, fue un invento puramente occidental, se ha extendido tanto por Oriente Medio y Extremo Oriente que ya resulta patrimonio casi exclusivo de las grandes urbes asiáticas. La mejor prueba de ello está en la región administrativa especial china de Hong Kong, que bate todas las marcas en cuanto a número de estas construcciones al contar nada menos que con unas dos mil cuatrocientas edificaciones de una altura superior a los cien metros, incluyendo algunas que superan los cuatrocientos. Bate así de largo a Nueva York, segunda en la clasificación con poco más de setecientos edificios de esas características.
Resulta complicado entender la idiosincrasia de este territorio sin conocer al menos unas líneas básicas de su pasado reciente. Curiosamente, todo comenzó a causa de la prohibición del consumo de opio por parte de un emperador chino a mediados del siglo XIX, hecho que desató una guerra entre su país y el Reino Unido, cuyos comerciantes tenían un próspero negocio con la venta de tal sustancia entre los campesinos de la zona de Cantón. China perdió la guerra y hubo de entregar la isla de Hong Kong a los británicos. La Historia se repitió pocos años más tarde y, tras su nueva victoria, los ingleses se hicieron con la península de Kowloon. Por último, los denominados Nuevos Territorios fueron cedidos a finales del mencionado siglo por un periodo de noventa y nueve años, esta vez sin armas de por medio.
La dominación británica de tales territorios, conocidos todos ellos propiamente como Hong Kong, se extendió hasta finales del siglo XX, cuando fueron devueltos a China, con la excepción de un periodo de dominación japonesa durante la funesta Segunda Guerra Mundial. Por consiguiente, su evolución fue considerablemente diferente con respecto al conjunto del estado chino. Mientras éste estaba inmerso en el régimen campesino impuesto por Mao, aquél era sometido a un proceso fuertemente industrializador y comercial que llevó a su economía a crecer a pasos agigantados. Al igual que en otras zonas del Planeta como Alemania o Corea, un pueblo era dividido mediante una frontera no tan solo física sino más bien moral, que llevaba a la divergencia entre compatriotas por razones puramente ideológicas.
A pesar de las reticencias de buena parte de la población hongkonesa, en 1997 hubieron de volver al redil y si el esperado choque entre dos maneras tan distintas de hacer las cosas en materia económica no fue tan brutal como se preveía fue debido a algunas medidas tomadas con anterioridad. Fundamentalmente la decisión de dotar a Hong Kong de una autonomía especial, que evitaba la integración completa de un sistema capitalista en extremo en otro que, al menos de cara al exterior, seguía siendo comunista por definición. También los avances logrados en las décadas anteriores por la economía china, que paso a paso comenzaba a despegar tras la definitiva fundición de la temida mano de hierro de Mao. Aun así, las diferencias entre la población hongkonesa y los emigrantes chinos que hasta allí se han desplazado son todavía bastante evidentes, tanto en el aspecto económico como en el lingüístico y cultural.
Aunque durante nuestra estancia en Hong Kong me sentí la mayor parte del tiempo como si no hubiera salido de Occidente, diversas situaciones me hicieron poner los pies en la tierra que realmente estaba pisando. Muchos de sus habitantes no hablan una palabra de inglés, hecho probablemente debido a la emigración creciente de la población china en busca de nuevas oportunidades. También son habituales los guiños a la religión budista, en forma de monasterios, alguna que otra estatua como el Buda gigante de Lantau e incluso la presencia de monjes en las calles. Los diferentes y habitualmente exóticos mercados callejeros mantienen un aspecto inequívocamente oriental, que pone un curioso contrapunto a los edificios que los rodean. Pero fue decididamente la exuberancia y ese característico verdor que presenta la naturaleza en algunas zonas, no tan escasas como cabía esperar, lo que me hizo caer en la cuenta de que, a pesar de las apariencias, en el fondo me encontraba en Oriente.