Trinidad (por Jorge Sánchez)
Antes de llegar a Trinidad ya me habían avisado los cubanos de que iba a visitar la ciudad más bella de Cuba. Tantas expectativas me habían creado que asigné tres días de tiempo para visitarla bien, incluyendo su Valle de los Ingenios y una playa a pocos kilómetros, llamada Ancón, donde pasé medio día idílico. Una vez que llegué a la terminal de guaguas, sita junto al centro histórico de Trinidad, un señor me propuso alojamiento en su casa particular por 15 CUC (o unos 14 euros), y acepté. No me llevé ningún desengaño; Trinidad sería una de mis ciudades españolas preferidas en toda Hispanoamérica junto a Cartagena de Indias en Colombia, Potosí y Sucre en Bolivia, Guanajuato en México, Antigua en Guatemala, Quito en Ecuador…
Por los folletos que me regalaron en una de las oficinas de turismo aprendí que Trinidad fue la tercera ciudad fundada a principios del siglo XVI por los españoles en Cuba, tras Baracoa y Bayamo. La zona histórica estaba cercada por pilones con el signo de UNESCO y no se podía circular con los coches, salvo los vecinos o los camiones de abastecimiento. Sus calles estaban empedradas, muchos de los techos de las casas eran de barro y las gentes se desplazaban en carros tirados por caballos. La ciudad se hizo próspera debido al cultivo de la caña de azúcar por los africanos, que eran llevados en barcos como esclavos a Cuba. A pocos kilómetros de distancia se hallaba el Valle de los Ingenios, adonde fui en una excursión junto a italianos y canadienses. Se trataba de una región azucarera y nos mostraron la famosa torre del Ingenio, casas de las haciendas de los criollos que esclavizaban a los africanos recogiendo la caña de azúcar, más restos arqueológicos. Al final de la excursión nos invitaron a un trago de ron.
El domingo asistí a la misa en la iglesia de la Santísima Trinidad, cuyo párroco era de Burgos, y su ayudante (a quien le compré un cirio) de Asturias. Ellos me contarían muchas anécdotas curiosas sobre la ciudad y sus gentes. Había muchos turistas por todas partes, predominando los italianos y los canadienses, que eran los que llenaban los restaurantes turísticos, que en Cuba llaman Paladares. A las horas de comer esos Paladares contrataban una banda con música para deleite de los clientes. El pasear por las calles céntricas a la hora del almuerzo o de la cena, era un espectáculo sonoro con grupos interpretando música de rumba, mambo, bolero y chachachá.
Uno de los sitios que visité fue el Museo Nacional de la lucha contra Bandidos. Entré en él creyendo que se trataba de una iglesia, pues se ubica en una torre parecida a un campanario (que en el pasado formaba parte del desaparecido convento de San Francisco). En su interior encontré fotos antiguas, documentos, armamento… y al preguntar como un tonto quiénes eran los bandidos, el encargado del museo me contestó que, naturalmente, los bandidos eran: ¡los estadounidenses!