Cañadas Reales (por Jorge Sánchez)
Durante mi peregrinaje a pie a lo largo de la Vía de la Plata desde Mérida a Astorga, había seguido algunos tramos de las vías pecuarias de la trashumancia, por donde transita el ganado desde las dehesas de verano a las de invierno. Sin embargo, no me encontré animales. Tuvo que ser durante uno de mis viajes a Madrid cuando coincidí con el paso de ganado por la céntrica Calle Mayor, que recorría la Cañada Real Galiana (también conocida como Riojana), la cual comienza en La Rioja y acaba en Ciudad Real, y transcurre por las provincias de Soria, Guadalajara, Madrid, Toledo y Ciudad Real. Hay varias Cañadas Reales más en España, como la Zamorana, la Leonesa Occidental, la Leonesa Oriental, la Segoviana, la Conquense, la del Reino de Valencia, etc., y sus caminos discurren por un total de 125.000 kilómetros. Aunque las cañadas existen desde hace más de 1.000 años, fue nuestro rey Alfonso X el Sabio quien las reguló a finales del siglo XIII creando el Honrado Concejo de la Mesta de Alfonso X.
Ese espectáculo fue muy entrañable; me parecía estar viviendo el espíritu de la España profunda. Me situé en una acera de la Puerta del Sol, frente a la estatua del Oso y el Madroño, y observé cómo transitaban el camino animales tales como ovejas, toros, vacas y caballos. Aquello era una fiesta para los sentidos, una especie de carnaval que me encantó. Las mujeres lucían preciosos y llamativos vestidos folclóricos portando estandartes y banderolas de colores, mientras que los pastores realizaban juegos de mano, equilibrios de saltimbanquis, algunos caminaban con ayuda de zancos, tocaban gaitas, tambores, panderetas, zambombas, castañuelas, y así hasta diez instrumentos musicales, entre pitos y flautas.
Había cámaras de televisión, periodistas y fotógrafos para captar imágenes de ese bello acontecimiento que se repite anualmente y dura unas 3 horas. La Puerta del Sol se llenó de indígenas locales y de otras regiones españolas, además de turistas extranjeros, y todos estábamos regocijados hasta el máximo de los extremos, sonriendo y aplaudiendo sin parar, y había a quienes se le caían las lágrimas de la emoción ante tal espectáculo visual sin igual. Al acabar, abordé el metro hasta la estación de ferrocarriles y tomé un tren hacia mi pueblo: Hospitalet de Llobregat.