Córdoba (por Jorge Sánchez)
El casco antiguo de Córdoba es uno de los más fascinantes de España, debido a ello he visitado la ciudad más de una vez, siempre pernoctando en ella, siempre precisamente en un hotelito al otro lado del río Guadalquivir. La última vez que pasé un día completo en Córdoba seguí un recorrido turístico rutinario que me satisfizo por completo, pues me dio tiempo a revisitar lo imprescindible de la ciudad. Tras desayunar, crucé a pie el puente romano desde la Torre de la Calahorra (museo que había visitado el día anterior) hasta la Torre del Puente, junto a la estatua de San Rafael, la primera de las muchas estatuas que observaría ese día dedicadas al santo, que es custodio de la ciudad. Se le atribuye el haber salvado Córdoba durante el terremoto de 1755 que destruyó Lisboa.
Antes de entrar en la catedral empleé una hora en admirar en un museo vecino las sugestivas pinturas (mostrando en su mayoría hermosas mujeres) del artista cordobés Julio Romero de Torres. Y ahora sí, ahora ya estaba listo para comprar mi billete de entrada en el Patio de los Naranjos para revisitar (creo que por cuarta vez) la fabulosa Catedral-Mezquita, que en el esplendor del Califato de Córdoba fue la segunda más grande del mundo musulmán, tras la mezquita de La Meca. Como coincidí con el servicio de la misa, aproveché para comprarle un cirio al monaguillo del párroco.
Tras la Reconquista, nuestro rey Fernando III el Santo ordenó transformar la mezquita en catedral, pero sin destruir la mezquita (gesto noble y admirable de un gran rey), al contrario de lo que hicieron los invasores musulmanes, que para construir su mezquita en Córdoba destruyeron en ese emplazamiento la Basílica de San Vicente Mártir, del siglo VI, que hoy constituiría, sin ninguna duda, un Patrimonio Mundial de UNESCO. Por otra parte, de no haberse construido la catedral dentro de la mezquita, es seguro que hoy no existiría la mezquita; la existencia de la catedral en su interior la salvó de las futuras guerras y desmanes. La parte más ornamental de la antigua mezquita es el mihrab, lugar santo que señala la quibla, mientras que la parte menos ostentosa, o más simple, corresponde a la extensión que mandó realizar en la mezquita el malvado moro Almanzor, el mismo que quemó el templo prerrománico (hoy catedral) de Santiago de Compostela, además de muchas ciudades españolas (entre ellas Barcelona), para saquearlas, arrasarlas y esclavizar a sus gentes.
Tras la mezquita me gusta penetrar en la calleja de las Flores para mirar hacia atrás y obtener una perspectiva curiosa de la Torre Campanario. Luego suelo visitar algunos patios interiores por las callejuelas del centro, y siempre me detengo, frente a la universidad, ante el busto de Mohamed al Gafequi, el oculista y extractor de cataratas, cuyo apellido dio nombre a la palabra «gafas». La sinagoga está cerca de allí, a un tiro de piedra, y la entrada es gratuita, pero sólo para los ciudadanos de la Comunidad Europea. Y un poco más allá vería la primera escultura dedicada a uno de los tres sabios de Córdoba: Maimónides, que era judío. Tras el muro de la ciudad me encontraría con Séneca, y un poco más tarde con el sabio árabe Averroes. Tras comerme en el centro histórico unos flamenquines más un salmorejo con una copa de vino de Moriles, y antes de dirigirme a Medina Azahara, me dio tiempo a entrar una hora en el Alcázar de los Reyes Cristianos (no tan impactante como el de Sevilla).