Majuli (por Jorge Sánchez)
En el año 2006 viajé durante un mes a las Siete Hermanas, o esos siete estados indios, todos conflictivos, embutidos entre Tibet, Bhutan, Bangladesh y Myanmar. Una de las visitas que más me impactó fue la que efectué a la isla fluvial de Majuli. Los dos primeros días me alojé en un albergue junto al río Brahmaputra. No era allí el único occidental, vi a varios clientes de Francia y de Australia. Y los tres días siguientes, queriendo saber más acerca de una corriente hinduista hindú originaria en Assam, pedí ser admitido como huésped en uno de sus monasterios, o Satra, llamado Kamalabari. Su prior, o Satradhikar, tras una breve conversación para ponderar mi interés, acabó aceptándome, pero se cuidó bien de darme la mano o tocarme, por parecerle impuro, ya que mis antepasados habían comido carne durante muchas generaciones, hasta Adán. Tras la cena fui invitado a presenciar la última ceremonia del día, cosa que acepté. La experiencia fue sobrecogedora. Aquí abajo reproduzco lo que escribí en mi cuaderno de bitácora esa primera noche, antes de acostarme en mi celda:
‘Esa noche, a las siete, cuando había oscuridad absoluta sobre la isla, bajé de mi celda al templo y me instalé sobre el suelo en posición de flor de loto. En el altar había una estatua representando a Krishna. Pronto iba a ser testigo privilegiado de una extraordinaria e insólita ceremonia hindú con danzas incluidas.
Al rato aparecieron alrededor de cuarenta monjes vestidos con túnicas impecablemente blancas y turbantes sobre sus cabezas, que interpretaron danzas armoniosas a ritmo de tambores de dos caras y címbalos. También cantaron y se leyeron letanías. Hubo períodos en los cuales solo sonaban los tambores, otros solo los címbalos, y más tarde eran interpretados al unísono los dos instrumentos, hasta que los propios músicos caían en éxtasis. Noté cómo gotas de sangre les brotaban de los dedos a los jóvenes monjes que tocaban los tambores debido a la fuerza y la pasión con que los golpeaban con las palmas de sus manos. En cierto momento me pareció que todos los monjes, sin excepción, habían caído en estado de trance, como si fueran derviches mevlevi. Solo yo estaba normal.
El ambiente en ese templo era trascendental y me hizo sentir en otro mundo. Algunos monjes superaban los cuarenta años de edad, pero otros no debían de tener más de diez, y sin embargo también ellos estaban en un estado de enajenamiento. El hecho de que la luz de unas bombillas se fuera y viniera continuamente, la lluvia del exterior más los rayos y truenos del monzón, más las gotas de sudor que se caían sin parar de mi frente, los mosquitos que no nos dejaban en paz y las ranas que invadían el templo saltando por entre los monjes, aportaban a ese lugar una atmósfera alucinante.
Al cabo de una hora y media la ceremonia concluyó. Todos los monjes estaban exhaustos, y yo también como espectador. Nos dirigimos al refectorio para la cena, y poco más tarde subí a mi celda y me acosté.’