Allá por el siglo V un iluminado rey de nombre Kasyapa, probablemente temeroso de sus enemigos, decidió construir su palacio en la cima de una roca inexpugnable que se eleva hasta los trescientos setenta metros de altura sobre una planicie en el centro de Sri Lanka. Este lugar, al que se conoce con el nombre de Sigiriya, contiene además numerosos frescos que representan doncellas y están pintados directamente sobre la roca a diversas alturas. Y en su zona inferior existe un conglomerado de jardines, fosos y estanques que da idea del esplendor que debió tener todo el complejo en tiempos tan lejanos.

Cuando estuve planeando nuestro viaje a Sri Lanka tuve claro desde el principio que un lugar que tenía que visitar sí o sí era éste. Y eso que estaba convencido de que lo iba a pasar bastante mal debido a mis problemas con la altura, pero me autoimpuse superar el miedo como fuera. De manera que la noche anterior a la llegada a Sigiriya prácticamente no dormí nada. Estaba bastante nervioso, pues sabía que al día siguiente subiríamos a la roca y no dejaba de darle vueltas a la idea de que seguramente sufriría uno de mis habituales e incapacitantes ataques de pánico al enfrentarme a situaciones relacionadas con la ascensión a sitios elevados.

A la mañana siguiente nos dirigimos temprano hacia Sigiriya, también conocida entre los locales como la roca del león. Se trata de un peñasco volcánico que se levanta sobre un terreno completamente plano, lo cual hace que se vea desde varios kilómetros a la redonda y contribuye a agrandar aún más su leyenda. Mi primer pensamiento cuando la divisamos fue el que me esperaba desde que supe que iba a visitar ese sitio: ‘Ahí no subo yo ni borracho’. Desde niño siempre he tenido sensación de vértigo cuando estoy en lugares elevados, por lo que habitualmente trato de evitarlos. Es una sensación muy frustrante y que me ha limitado en muchas situaciones en mi vida pero me resulta muy difícil de superar.

Mientras atravesábamos los jardines situados junto a la base de la roca mi acompañante intentaba darme ánimos. Subimos lentamente por una escalera de piedra que asciende vertiginosamente por un lateral del pedrusco. A cada paso que daba me iba acordando de alguno de los familiares del rey Kasyapa. ‘A este tío podía habérsele ocurrido construirse el palacete en tierra firme’, pensaba una y otra vez. Llegamos a una zona plana y algo más ancha que lo recorrido anteriormente, donde alguien señaló hacia arriba. ‘Ahí están las pinturas’, dijo. Para llegar hasta ellas había que trepar por una escalerilla metálica situada a unos cuarenta metros de altura. ‘Están locos si piensan que yo voy a subir ahí’, pensé. Paramos un poco a tomar aire.

No sé cómo lograron convencerme para iniciar el ascenso por la escalera. Como en un sueño oía a alguien decirme continuamente: ‘No mires abajo’. Por supuesto que ni se me ocurría mirar hacia abajo, de hecho creo que hice la mayor parte de la subida con los ojos cerrados. ‘Todo sea por las doncellas’, me repetía a mí mismo. Tras una ascensión que se me hizo eterna llegamos a un pequeño abrigo cubierto por una especie de lona. Un par de guardas nos ayudaron a instalarnos en el minúsculo saliente. Mi cuerpo era un continuo temblor. Pero allí estaban las doncellas, con sus pechos desnudos y su sonrisa enigmática. Cuando las tuve frente a mis ojos mis temores desaparecieron y hasta le di las gracias al rey Kasyapa por haber construido su palacio en tan maravilloso lugar.