Abordé un ferry en el puerto sueco de Helsingborg y a los 20 minutos atraqué en Helsingør (Elsinor), ya en Dinamarca. La vista del castillo de Kronborg desde el barco era espectacular. Domina el paso del estrecho de Øresund. Paseando por entre las calles de la ciudad antes de dirigirme al castillo, descubrí detrás de la catedral de San Olaf (donde compré un cirio) un didáctico fresco en una pared donde se representaba la vida en Helsingør durante la Edad Media, con la vista del castillo al fondo. Los barcos que deseaban atravesar ese canal debían pagar un tributo (llamado en danés Øresundstolden), por eso la ciudad se hizo inmensamente rica. Si algún capitán granuja se quería «colar» sin pagar las tasas, los cañones del castillo de Kronborg abrían fuego sin piedad, hasta hundir el barco, y a los supervivientes que no se habían ahogado, como marineros y grumetes, los encerraban en mazmorras encadenados con grilletes por manos y tobillos.

En el centro de la ciudad había letreros recordando que el escritor inglés William Shakespeare se basó en ese castillo para ubicar la residencia de Hamlet en su famosa tragedia. Alcancé el castillo a pie sobre las 10 y media de la mañana. Lo abrían a las 11. Había una pareja de italianos esperando hasta que abrieran la taquilla. Luego vendrían varios turistas alemanes y chinos, cuatro o cinco, no más. Me extrañó que fuéramos tan pocos visitantes. Antes de entrar me subí a un montículo e hice unas fotos al estrecho, a los cañones y a los portales del castillo.

La visita duró sobre una hora. El interior también albergaba un museo de historia marítima, aunque no tan interesante como el Museo Naval que tenemos en el Paseo del Prado, Madrid. He de confesar que el exterior del castillo me complació mucho más que el interior. Tras la visita de este castillo entré en un supermercado de Helsingør para comprarme un buen bocadillo de mortadela y, tras comérmelo, me marché a viajar a otra parte.