No sé muy bien cuál fue la causa, pero lo primero que vino a mi mente al poner el pie en la pequeña embarcación con la que íbamos a adentrarnos en las turbias aguas del Mekong fue una novela de José Luis Sampedro titulada El río que nos lleva. Tal reminiscencia no deja de sorprenderme aún, pues ni las encajonadas corrientes de agua del Alto Tajo por las que transcurre la trama del relato tienen nada que ver con este caudaloso río asiático, ni el barquito al que acabábamos de subir me resultaba tan inestable como las balsas, hechas de esos mismos troncos que debían de ser llevados hasta la maderera, en las que aquellos valientes se jugaban la vida. Quizás todo se debía al hecho de que tanto el destino de los viejos gancheros castellanos como el de los numerosos habitantes que pueblan ambas orillas del Mekong estuviera unido a su río de manera inexorable e imposible de evitar.
Con más de cuatro mil quinientos kilómetros de longitud y un poderoso flujo, el Mekong es uno de los ríos más largos y caudalosos del mundo. Sus fuentes se sitúan a una altura considerable en el Himalaya y tras cruzar una parte del suroeste de China se encamina hacia la península Indochina, formando un enorme delta antes de desembocar en el mar de la China Meridional. De la importancia de su biodiversidad da idea el hecho de que en sus aguas se han identificado unas mil doscientas especies diferentes de peces y se calcula que el número total supera con facilidad las mil quinientas. En sus orillas habitan unos cien millones de personas, para la mayoría de las cuales este río es su eje vital, pues su supervivencia depende totalmente de él, bien sea por la pesca que el Mekong les suministra o por los arrozales que proliferan en sus proximidades y les proporcionan su alimento básico.
En el curso medio del Mekong hay un punto donde el río sirve de frontera entre Tailandia, Laos y Myanmar. Este lugar es mundialmente conocido como Triángulo de Oro debido a las numerosas plantaciones de opio que antiguamente existían por la zona y el constante tráfico de sus derivados, que eran enviados aguas abajo del río para su posterior distribución internacional. Hoy en día todo esto tiene más de mito que de otra cosa, pues el cultivo masivo de la adormidera se ha trasladado a otras áreas y el opio que aquí se produce es más bien dedicado a consumo propio. La leyenda que impregna este lugar es ahora usada para atraer a los visitantes, que hasta aquí llegan en masa para comprobar in situ que, si no fuera por las vistas sobre el río y la belleza del entorno circundante, el famoso Triángulo de Oro resultaría algo decepcionante.
Desde el lado tailandés es posible tomar una barca para cruzar el Mekong hasta Laos, pero está prohibido desembarcar en Myanmar. Al parecer, las relaciones fronterizas entre Tailandia y este estado no son todo lo buenas que deberían, quizás debido al conflicto que mantiene el gobierno militar birmano con la etnia de los karen, a los que sus vecinos tailandeses permiten establecerse como refugiados en su territorio. Sin embargo, parece que tailandeses y laosianos mantienen relaciones correctas e incluso amigables. Lo que se encuentra el visitante al desembarcar en territorio laosiano es algo similar a un mercadillo, pero sirve para darse cuenta de que el ritmo en Laos es más calmado que al otro lado de la frontera: los niños juegan tranquilamente en las orillas del río y los pescadores, que más bien parecen monjes, lanzan con parsimonia las redes desde sus viejas canoas.
El tamaño del cauce del Mekong varía fuertemente de la temporada seca a la lluviosa, que suele ir de junio a noviembre. Lo mismo ocurre con el color de sus aguas, que suelen bajar mucho más turbias y oscuras durante la época de lluvias debido a los compuestos que arrastran. El río suele experimentar enormes crecidas durante el monzón, que llevan a su cauce a alcanzar una anchura de hasta quince kilómetros en algunos puntos y provocan frecuentes inundaciones, muy notorias en el delta. Pero no hay bien que por mal no venga, cuando empieza la temporada seca el nivel del agua empieza a decrecer y todo el aluvión depositado por ella convierte sus orillas en un fértil vergel que sus habitantes se aprestan a cultivar. Aunque, como visitante, prefiero notar la potencia de tan poderosa corriente color chocolate llevándome río abajo. Una inolvidable sensación que tuve ocasión de volver a experimentar unos años más tarde algo hacia el sur, ya en pleno interior de Laos.
Una de las mejores experiencias viajeras que he tenido ha sido ver una puesta de sol en Vientiane, Laos, sobre el Mekong. Gracias por recordarme aquellos momentos con tus fotografías. Un abrazo.
Me alegra haberte traído buenos recuerdos. El Mekong es uno de mis ríos favoritos, aunque no sería capaz de darme un baño en él. 🙂 Pero la fuerza con la que fluyen esas aguas color chocolate me resulta enormemente atractiva.
Muchas gracias por tu comentario y un abrazo.
Parece mentira que ese ría pueda tener, como dices, tanta diversidad de especies a juzgar por su color. Bonita experiencia!
Un saludo
Carmen
Mejor no caerse al agua, jeje. La biodiversidad del Mekong es enorme, pero para los humanos no debe ser muy saludable, al menos para los que no estamos acostumbrados. Desde que fui por ahí hace ya algunos años no he vuelto a probar la panga. 🙂
Muchas gracias por tu comentario y un abrazo.