Kaiping (por Jorge Sánchez)
El autobús local me depositó en un cruce de carreteras desde el que caminé medio kilómetro hasta advertir un letrero donde estaba escrito: Zili Village Diaolou Cluster. A la entrada al recinto principal de las Diaolou se halla el centro de acogida de turistas (sólo vi chinos), más una cafetería y una tienda de suvenires. Una vez adquirida mi entrada caminé hacia el primer grupo de casas fortalezas y penetré en todas ellas leyendo los letreros con la historia del chino emigrado que las había construido. Había sobre todo casas de chinos que habían hecho fortuna en países de Extremo Oriente, pero también en Canadá y en Estados Unidos. Una vez que fueron ricos, esos chinos añoraron tanto China que resolvieron regresar con el dinero ganado a su país de origen para pasar sus últimos días.
Esa nostalgia china por el terruño yo la compartía. Cuando veo en los países europeos y americanos cómo viven los chinos vendiendo en sus tiendas cosas baratas chinas, o abriendo restaurantes de menús económicos a base de chop suey y rollos de primavera, todos con caras tristes y resignadas, pensaba que yo, de ser chino, preferiría mil veces vivir de manera modesta en China que malvivir en esos países europeos o americanos en los que el chino no se integrará jamás. Y es que (salvo que viva en una ciudad con muchos miles de chinos, como Singapur, San Francisco o Vancouver) un chino en el extranjero no es un chino feliz.
Por un letrero aprendí que había unas 3.000 Diaolou en esa región, pero yo visitaría no más de veinte ese día. La primera Diaolou en la que entré se llamaba Qiuanjulu Mansion y su dueño la había construido en el año 1920 tras haber regresado de Estados Unidos de América. Otra casa de un emigrado de Estados Unidos era la Mingshilou Tower, de 1925, mientras que la Zhenanlou Tower, también erigida en 1925, era de un emigrado de Canadá. Todas las casas exhibían los objetos personales de sus dueños, fotografías antiguas, los dormitorios con los juegos de cama, la vajilla, muebles, y hasta un pequeño templo confucionista. Otro de los atractivos de esas casas y torres era su situación armónica con la naturaleza circundante. Una de las Diaolou era un museo y otra la habían convertido en un restaurante.
Unas tres horas en el complejo me parecieron suficientes. Me hablaron de otro grupo de Diaolous en una población cercana, llamada Chikan, pero más tiempo no podía dedicar a esas casas pues ese mismo día pretendía llegar con luz solar a un sitio extraordinario, sobre todo para un español: la isla de Sancián, donde murió san Francisco Javier.