Juventud, divino tesoro
Quedaban pocos meses para terminar el siglo XX cuando Bill Clinton buscaba desesperadamente algún medio para levantar su alicaída imagen, bastante dañada tras su affaire extramatrimonial con una joven becaria en la Casa Blanca. Quiso el destino que en la misma época se produjeran graves disputas en la entonces región serbia de Kosovo, parte de cuyos habitantes habían tomado las armas exigiendo la independencia. Desde el comienzo de estos enfrentamientos, Estados Unidos, con la connivencia de sus aliados europeos, había mostrado una posición favorable a los insurgentes kosovares, por lo que a su presidente no le llevó mucho tiempo dar con el remedio deseado. Junto a su lacayo Javier Solana, dirigente de la OTAN a la sazón, aprobó bombardear de manera inmisericorde el territorio serbio, poniendo especial énfasis en la ciudad de Belgrado.
Siete años después de aquella tragedia mi mirada atónita se posó en un edificio de varias plantas, tan destruido por las bombas que solo quedaba de él su esqueleto. Estaba situado en un barrio residencial, lo que prueba que hubo numerosas bajas civiles durante el conflicto, como confirmaron los escasos medios imparciales destacados en la capital serbia aquellos días. Daños colaterales los llamaban, sin tener en cuenta la pérdida de vidas inocentes, de personas cuyo único pecado era estar en el lugar equivocado. No importó demasiado en Occidente, donde una enorme tarea propagandística se había encargado de mostrar una imagen demoniaca de los locales. Como consecuencia de esta ignorancia generalizada, hube de aguantar comentarios estúpidos y miradas impertinentes cuando informé a mi círculo más cercano sobre mis planes de visitar Belgrado junto a mi primer hijo, de dos años y medio entonces, y mi pareja, embarazada de nuestro segundo retoño.
Pero, en realidad, los serbios no eran tan fieros como los pintaban. De elevada estatura y constitución atlética, excepcionalmente dotados para el deporte, suelen mostrar ademanes extrovertidos y una mirada franca que los diferencia del carácter un tanto ladino de sus vecinos croatas, así como del victimismo exacerbado de los colindantes bosnios. Su apuesta por la religión ortodoxa, una de las causantes del problema, hace que en Belgrado permanezcan diversos ejemplos de la característica arquitectura que suele acompañar a este credo. El más representativo de todos ellos es la mal llamada Catedral de San Sava, el templo ortodoxo de mayores dimensiones en los Balcanes. Aunque el honor de ser sede del patriarcado, es decir, la catedral auténtica, corresponde a la iglesia de San Miguel, de aspecto considerablemente barroco.
Buena muestra del difícil pasado de la ciudad blanca, como se denomina a Belgrado en idioma serbio, es la fortaleza de Kalemegdan. Existente ya en tiempos de los romanos, fue destruida por los godos y los hunos, para ser reconstruida por los bizantinos en el siglo VI. Más adelante fue conquistada por los búlgaros, los húngaros y los otomanos, sufriendo además daños de consideración durante ambas guerras mundiales. No es de extrañar que su nombre signifique en turco algo así como fuerte del campo de batalla, pues de contiendas ha estado sobrada a lo largo de su historia. Aparte de potentes murallas y diversas torres, la fortaleza alberga hoy día un parque muy apreciado por los habitantes de la ciudad.
Se levanta Kalemegdan sobre una colina, a cuyos pies unen sus aguas los ríos Sava y Danubio. Cuenta la leyenda que en dicha confluencia se encuentra la tumba de Atila, el legendario rey de los hunos, a quien los romanos temían tanto que se referían a él con el sobrenombre de el azote de Dios. Vivía ya Atila sus años de madurez cuando se enamoró de una bella jovenzuela, de nombre Ildikó, con quien se dispuso a matrimoniar tras una de sus exitosas batallas. No está del todo claro si fueron los excesos del convite o la fogosidad exigida por la ardiente jovencita durante la coyunda, pero el terrible caudillo huno no sobrevivió a su noche de bodas. Debieran tomar nota algunos añejos líderes actuales del riesgo que conlleva el gusto excesivo por la juventud, pues parece que tanto Clinton como algún que otro presidente muy en boga posteriormente no llevaban del todo bien aprendida esa lección.