San Ignacio Miní (por Jorge Sánchez)
Abordé un autobús en Iguazú con destino a la ciudad de Posadas, y 60 kilómetros antes descendí en San Ignacio, pues esa pequeña población alberga una de las cinco misiones jesuíticas que UNESCO contempla en su conjunto como Patrimonio de la Humanidad, la llamada San Ignacio Miní. La misión de San Ignacio Miní (miní significa pequeño, o la menor, en guaraní) fue construida en el siglo XVII en estilo que hoy se conoce como barroco guaraní. Fue en esas ruinas donde se filmó parte de la película «La Misión», interpretada por el actor Robert De Niro. En las misiones jesuíticas los guaraníes aprendían a leer y escribir guaraní, español y latín, también música y otras artes y ciencias, como astronomía, pero eran constantemente asediados por los esclavistas portugueses de São Paulo (Brasil), los llamados bandeirantes, o también paulistas, gente sin escrúpulos, canallas de le peor especia, que los capturaban. A los hombres los vendían para realizar trabajos forzados y las mujeres jóvenes eran enviadas a las casas de lenocinio. Debido a los actos criminales de esos bandeirantes, Portugal (y luego Brasil) obtuvo de manera delictiva un territorio que le arrebató a España, pues estaba dentro de la línea del Tratado de Tordesillas que correspondía a España. Había jesuitas que habían aprendido artes militares, y los protegían de los bandeirantes, hasta que Carlos III mandó expulsar a la orden jesuita de los dominios españoles. Llegaron los franciscanos, dominicos y mercedarios para substituir a los jesuitas, pero muchos guaraníes no los aceptaron y se refugiaron en el follaje, abandonando las misiones, hoy todas en ruinas, treinta en total, quince se hallan en Argentina, ocho en Paraguay y siete en Brasil.
La estación de autobuses queda junto a la carretera, una vez cruzada se observa una gran entrada simulando la de una misión jesuítica. Para llegar a San Ignacio Miní todavía tuve que caminar unos 15 minutos. El pueblo es pequeño pero durante mi marcha observé tres alojamientos; el primero era un albergue de mochileros, luego noté un hotel y finalmente vi un hostal justo frente a las ruinas de la misión. En la entrada a la misión me llevé varias decepciones. Estaba lloviznando, lo cual era muy molesto, pero además la fachada de la entrada estaba en obras con andamios que te impedían apreciarla en su totalidad.
Antes de comprar el billete de acceso pedí a los porteros que me dejaran fotografiar la imagen de San Ignacio de Loyola en la fachada del edificio del museo a través de unas vallas que se habían colocado por las obras, que interferían la visión. Pero para mi sorpresa me lo prohibieron hasta que no adquiriera el boleto. Era absurdo, pues aún estaba en territorio neutro, es decir, sin traspasar la barrera de la misión, sólo quería que las vallas no aparecieran en la foto. Pero ellos insistieron que sin adquirir el boleto no podía hacer fotos. Fui a comprarlo, pero me exigieron una cantidad muy superior a la esperada y me quedaban pocos pesos. Noté avidez por el dinero y malos modos. Como casi se me habían acabado el dinero argentino y no encontré una casa de cambio por el camino en San Ignacio, ni gente que practicara el mercado negro por la calle, los porteros (un hombre y una mujer) se ofrecieron a cotizarme el euro a razón de 10 pesos por un euro, cuando fácilmente se obtiene en cualquier ciudad argentina un mínimo de 15 pesos por euro. Según las tarifas de esa misión, un nativo de la provincia argentina de Misiones pagaba por el boleto 30 pesos, o unos 3 euros a cambio del banco, o 2 euros al cambio callejero. Los argentinos de otras provincias pagaban 100 pesos de entrada. Los latinoamericanos (así estaba escrito), es decir, nativos de cualquier país americano donde se hable el español o el portugués, pagaban 130 pesos. Todos los demás, incluidos los españoles, debían satisfacer 150 pesos. Había anunciado un espectáculo de luz y sonido nocturno, y se tenía que comprar otra entrada para verlo, al mismo precio caro que la visita de la misión, pero esa noche, debido a la lluvia, se había cancelado.
Por otra parte, cerraban el sitio media hora más tarde. La lluvia seguía incordiándome, la antipatía de los porteros me hastiaba. No había barreras que me impidieran ver las ruinas, que eran pocas, esparcidas en un territorio no muy grande. El único edificio en pie era el museo de construcción reciente como centro de interpretación, mostrando en la fachada la imagen de San Ignacio de Loyola. Dentro de él, sabía que pasaban un documental de 5 minutos y se exhibía una maqueta de madera de cómo debió haber sido la misión en el pasado, más unas pocas efigies de santos. Todo lo demás se veía sin necesidad de entrar. Pensé que por ver el museo no justificaba gastarme 15 euros, así que me fui, rodeé el complejo haciendo fotos de absolutamente todas las ruinas, sin dejarme ni una, es decir, lo mismo que si hubiera entrado pagando los 150 pesos. Gracias a esa decisión ahorré la equivalencia en pesos a esos 15 euros, que me vinieron muy bien, pues con los pesos que aún me quedaban me alcanzó para pagar el autobús a la ciudad de Posadas, más un albergue en el centro de esa ciudad. Y aún me sobró dinero para el día siguiente cruzar a Encarnación, en Paraguay, donde pagué sólo 4 euros por la visita extraordinaria a tres misiones fantásticas y mejor conservadas que la de San Ignacio Miní.